Hoy en día, muchas personas se sienten angustiadas por su futuro y descontentas con su situación actual. Sin embargo, con masoquista fascinación, acogen las promesas esperanzadoras de políticos demagogos que, a través de elocuentes discursos cargados de referencias repetitivas al amor y el progreso, les inundan la mente con nobles ideas de paz, justicia y seguridad social, y desarrollo económico para todos.
Estos objetivos nobles, deseables para toda sociedad, ¿Quién no sueña con líderes
que toman decisiones basadas en el amor por su pueblo? Decisiones encaminadas a
lograr una vida digna, pacifica, con seguridad y justicia y el cuidado del medio
ambiente, además de fomentar la generación de riqueza tanto para los
trabajadores como para los empresarios.
Hoy
en día, encontrar un líder éticamente correcto, firme pero bondadoso y virtuoso
en su gobernabilidad es una tarea lenta y angustiosa, casi imposible.
Un
Estado que se adhiere a nobles y virtuosos objetivos asume la encomiable tarea de
educar a todos sus ciudadanos en su comprensión y adherencia, convirtiéndolos
en valientes defensores de la ética, la decencia, la democracia, la libertad, la justicia y orden. Estos son los cimientos para la transformación positiva del pensamiento y
la realidad en una sociedad, y la base para lograr un estado de derecho genuino
y efectivo.
Una
vez que estos aprendices estén capacitados y se conviertan en valientes
guardianes de su Estado, trabajarán unidos y con firmeza para asegurarse de que
su gobierno opere con honestidad, transparencia, sabiduría, justicia,
amabilidad y condescendencia virtuosa. Don Ramón Campos, un español de hace más
de 200 años, decía: "Las virtudes de la condescendencia son escasas en las
sociedades débiles".
En
un entorno de certeza, justicia y paz, fomentado por estos nobles objetivos, los
ciudadanos elegirán con éxito a un líder verdadero y digno, no a una simple
figura dogmática y sectaria en extremo.
Los
líderes dogmáticos o sectarios, extremistas, ocultos detrás de una fachada política
santurrona y carentes de modestia, tienden a imponerse fanatizando a sus
seguidores mientras atacan abiertamente a sus opositores.
Un
líder virtuoso y auténtico gobierna con integridad y firmeza, garantizando los
derechos tanto de seguidores como de detractores y sin violar la constitución.
Los
sentimientos y las creencias desempeñan un papel crucial en el proceso de toma de decisiones,
por lo que es fundamental tener precaución al elegir a nuestros líderes.
Nuestra
decisión no debe basarse únicamente en su brillantez intelectual, su elocuencia
o su discurso persuasivo. Debemos asegurarnos de que el sentimiento
predominante en su corazón no sea el rencor, un sentimiento que proviene de
conciencias inferiores.
El
odio destruye, divide y crea discontinuidad. Conduce a la fragmentación brutal
de la sociedad, fomentando que las personas se escondan detrás de doctrinas
estrechas y se llenen de rencor, lo que finalmente lleva a la degradación
violenta de la sociedad.
El
odio se centra en el adversario, anclándose únicamente en la fuente del enojo,
desechando o ignorando todo lo demás con desprecio. En un ambiente de odio, los
nobles objetivos se desvanecen o desaparecen bajo el peso de la desconfianza,
la injusticia, el irrespeto y la violencia interminable que le sigue.
Esto
favorece el abuso y la imposición de posiciones "moralistas", a veces
contrarias a la verdadera moral, que se ocultan detrás de una falsa rigidez y
restringen la libertad, la justicia, la verdad y los buenos valores.
Por
otro lado, el amor construye y se relaciona con una buena vida, la unión, la
justicia, la amistad, la comprensión, la esperanza, la libertad, la paz y el positivismo.
Es
esencial que los electores exijan de sus líderes no solo liderazgo, virtud,
diligencia, libertad y justicia, sino también amor por aquellos a quienes gobiernan.
Sin
amor, no existe política buena.
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