La certeza, ese anhelo de conocimiento seguro y claro, se
asemeja a la posesión de la verdad absoluta. Es la convicción inquebrantable de
que algo es verdadero y válido. En contraste, la incertidumbre, su opuesto, se
basa en la duda y la indecisión, un péndulo constante entre lo cierto y lo
desconocido.
Vivimos en ese vaivén existencial, donde nuestras elecciones
y acciones moldean el curso de nuestras vidas. Buscamos acercarnos a la
certeza, creyendo que así venceremos la incertidumbre y encontraremos la
felicidad, la productividad y la serenidad. Anhelamos un refugio donde reine la
paz y la ausencia de dolor, un lugar que a menudo asociamos con lo divino.
Pero, ¿qué sucede cuando nos dicen que fuimos creados a
imagen y semejanza de un ser perfecto y eterno, mientras nosotros somos
cambiantes e inciertos, habitantes de un mundo en constante transformación?
¿Acaso la divinidad también encarna el caos y la incertidumbre, o es solo un
símbolo de lo eterno e inmutable?
Quizás la respuesta yace en aceptar que la incertidumbre es
una parte intrínseca de la existencia. En lugar de luchar contra ella, podemos
aprender a abrazarla, a encontrar belleza en el cambio y a vivir plenamente
incluso sin comprenderlo todo. La verdadera sabiduría puede residir en aceptar
que la vida es un viaje lleno de preguntas sin respuestas definitivas.
Cada elección, cada acción, nos acerca o nos aleja de la
persona que queremos ser. Vivamos la vida antes de intentar entenderla, pero
recordemos que somos responsables de nuestras propias experiencias. En el baile
entre la certeza y la incertidumbre, cada uno de nosotros crea su propia
melodía.
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